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¿Engordamos por vaguear o por zampar de más? Spoiler: la nevera gana

Un nuevo estudio científico analiza el eterno debate: ¿qué explica mejor la obesidad, el sedentarismo o la ingesta calórica? Los resultados apuntan a que los excesos dietéticos son significativamente más importantes que el descenso de actividad física

Juan Revenga

El consultor dietista-nutricionista Juan Revenga escribe sobre la obesidad / FOTOMONTAJE CONSUMIDOR GLOBAL

Factores como la genética, ciertos trastornos metabólicos, la microbiota, el entorno, la publicidad, la disponibilidad alimentaria, el estrés, los disruptores endocrinos... entre muchos otros, son habitualmente mencionados como elementos con la facultad de incidir en el riesgo de desarrollar obesidad.

Sin embargo, conviene dar un paso atrás y ser consciente de que aún hoy en día existen muchas áreas de sombra sobre lo que conocemos al respecto de la obesidad. Durante décadas, la discusión sobre las causas de la obesidad ha girado en torno a una pregunta aparentemente sencilla: ¿engordamos porque comemos demasiado o porque nos movemos demasiado poco? A pesar de que a estas alturas muchas personas crean tener la respuesta, es posible que se lleven una sorpresa. Un estudio recién publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS) aporta nueva luz a este debate, concluyendo que el incremento en la ingesta calórica tiene mucho más peso que el descenso en la actividad física a la hora de explicar la epidemia de obesidad en las sociedades industrializadas.

Así se hizo el estudio

En este trabajo se analizó el gasto energético y la ingesta calórica en diferentes poblaciones humanas, desde cazadores-recolectores hasta habitantes de países industrializados.

Los investigadores contrastaron los datos de más de 4.000 personas entre 18 y 60 años procedentes de estudios previos con información sobre disponibilidad de alimentos y niveles de urbanización, elaborando así una imagen global de cómo cambian tanto el consumo de alimentos como el gasto energético con el desarrollo económico. Es necesario indicar que para el diseño de la muestra del estudio se descartaron personas enfermas y deportistas profesionales. Los principales hallazgos fueron sorprendentes:

  • El volumen del gasto energético individual entre las personas de sociedades modernas no fue menor que el de aquellas otras de poblaciones cazadoras-recolectoras o agricultoras tradicionales. Es decir, a pesar de la percepción general de que hoy vivimos más sedentarios, el gasto calórico diario no es tan bajo como cabría esperar.
  • La gran diferencia entre ambas poblaciones se encontró en la ingesta calórica: esta ha aumentado significativamente a medida que los países se industrializaban y crecía la disponibilidad de alimentos ultraprocesados, baratos y con alta densidad energética.
  • Por todo ello, y según los autores, este aumento de la ingesta desempeña un papel mucho más determinante que la reducción del gasto en la prevalencia actual de obesidad. De hecho, se atreven a la hora de atribuir un peso específico a cada elemento y dicen: “Nuestros análisis sugieren que el aumento de la ingesta energética ha sido aproximadamente diez veces más importante que la disminución del gasto energético total en la crisis de obesidad moderna”.

¿De verdad se gasta lo mismo en un entorno industrializado que no industrializado?

Esta es, sin duda, la cuestión más sorprendente del estudio. Por ello, los propios autores ofrecen un par de explicaciones combinadas para esta aparente paradoja.

  • Según la teoría del gasto energético restringido (o de compensación metabólica), nuestro organismo regula con bastante éxito el total de calorías que quema a lo largo del día. La hipótesis plantea que el organismo y el cerebro vigilan de cerca ese balance y lo mantienen dentro de un margen relativamente estable. Así, cuando dedicamos energía extra de manera sostenida —ya sea siguiendo a una presa durante jornadas enteras o preparándonos para correr una maratón— el organismo compensa reduciendo otras funciones secundarias, muchas de ellas vinculadas al crecimiento o al mantenimiento, de modo que el gasto calórico total apenas se desvía de ese rango prefijado
  • Además, las sociedades modernas siguen teniendo un gasto energético alto por factores distintos a la caza o la agricultura. Aunque no cazamos ni trabajamos en el campo, los autores destacan que mantenemos un gasto energético considerable debido al tamaño corporal medio (más masa corporal, más gasto basal), a la termorregulación, a las demandas propias de la vida urbana y, en general, al hecho de que el metabolismo basal representa la mayor parte del total del gasto energético (alrededor del 60–70%). Así, el impacto del descenso en la actividad física se ejerce sobre un relativamente pequeño porcentaje del gasto energético total y este no se reduce tanto como solemos creer. Es decir, porque la fracción “móvil” del total del gasto energético es menor de lo que pensamos y, por tanto, también su impacto.

¿Significa esto que el ejercicio no importa?

No, ni mucho menos. Los investigadores no niegan que la actividad física tenga un papel tanto en la salud como en el propio control del peso. Lo que sugieren es que, al menos en términos poblacionales, la escalada de obesidad se explica mejor por la facilidad para consumir más calorías de las que necesitamos que por un descenso drástico del gasto energético.

De hecho, los autores apuntan a que las sociedades cazadoras-recolectoras gastan mucha energía, sí, pero también tienen un acceso limitado a los alimentos, lo que mantiene su balance energético en equilibrio. En cambio, en el mundo industrializado disponemos de una abundancia de calorías sin precedentes, con un entorno que prácticamente empuja al sobreconsumo.

La salud es una bicicleta con dos ruedas

A estas alturas creo conveniente introducir una opinión crítica... y argumentada. Plantear el debate como si solo hubiera una causa principal puede ser tan engañoso como contraproducente. La metáfora de la bicicleta lo explica bien: ¿qué rueda es más importante, la delantera o la trasera? La respuesta es obvia: sin ambas la bicicleta no funciona.

Del mismo modo, dieta y ejercicio forman un binomio inseparable. Centrar todo el foco en la alimentación implica asumir el riesgo de minusvalorar el impacto del sedentarismo en la salud general —no solo en el peso, sino en el riesgo de enfermedades cardiovasculares, la diabetes tipo 2, ciertos tipos de cáncer o incluso la salud mental—.

Por otra parte, el ejercicio físico, aunque no sea una “bala mágica” para adelgazar, ayuda a mantener la masa muscular, a mejorar la sensibilidad a la insulina, regular la presión arterial y elevar el gasto energético basal a largo plazo (más allá del momento en el que se realiza).

Ignorar su papel por el hecho de que el exceso calórico sea más fácil de cuantificar sería un grave error. Al final, cualquier estrategia eficaz contra la obesidad debe abordar simultáneamente ambas ruedas de la bicicleta: mejorar la calidad y cantidad de lo que comemos y, al mismo tiempo, fomentar estilos de vida activos que contrarresten el sedentarismo estructural de las sociedades modernas.