“Me pregunto si volveré a tener un cierto tipo de cercanía con una amiga íntima. El tipo de amiga con el que discutes e intercambias la ropa, la que ves en tus momentos más bajos”. Este es uno de los comentarios que aparecía escrito en el foro Reddit y llamó mi atención cuando busqué en Google la frase: “¿Por qué pierdes o dejas de tener amigos con los años?”.
Esta pregunta que lancé motivada por el contenido de este artículo en cuestión, también la hice de forma autobiográfica, pues yo misma he sido testigo de cómo he dejado de sentirme bien con personas que antes me parecían amistades incondicionales, que finalmente acabaron siendo extraños con los que ya no me gustaba hacer planes.
Has de saber que si a ti también te pasa, es porque atravesar la treintena conlleva muchos cambios: nuevas metas, mayores responsabilidades y, en muchos casos, una inesperada sensación de aislamiento porque ya no te divierte lo mismo que a otros. Aunque solemos asociar la soledad con etapas más avanzadas de la vida como la vejez, cada vez más personas en sus 30 o 40 se enfrentan al reto de mantener vínculos sociales significativos más allá de lo que les dura una pareja. ¿Qué está pasando?
De noches intensas a encuentros programados
En la adolescencia y juventud, las amistades se viven con intensidad. Salidas espontáneas, conversaciones que duran horas, risas compartidas y planes que se encadenan sin descanso. Pero, con el paso del tiempo, ese ritmo cambia. Las prioridades se reordenan: el trabajo, las parejas, la crianza o incluso el autocuidado gana terreno.
Lo que antes era una rutina de encuentros constantes, se transforma en planes esporádicos agendados con semanas de anticipación y que llegado el día de ir te encantaría haber rechazado. A veces incluso te has sorprendido a ti mismo fingiendo estar enfermo para quedarte toda la tarde solo en un maratón de tu serie favorita de Netflix.
El café rápido antes de una reunión, la cena de cumpleaños o el evento cultural se vuelven tediosos. Y aunque seguimos valorando esas conexiones, también crece la necesidad de desconectar.
No es solo cuestión de tiempo: el cerebro también influye
Más allá del ritmo acelerado de la vida adulta, la ciencia está empezando a entender que este cambio también tiene raíces biológicas. Un estudio reciente de la Universidad Tecnológica de Nanyang, en Singapur, ha arrojado luz sobre cómo el envejecimiento impacta directamente en nuestra capacidad para relacionarnos.
La investigación, publicada en la revista Neuroscience & Biobehavioral Reviews, analizó los cerebros de casi 200 personas entre 20 y 77 años mediante resonancia magnética funcional. ¿El hallazgo más relevante? A medida que envejecemos, la conectividad entre ciertas regiones cerebrales clave para la interacción social se reduce.
Las zonas más afectadas incluyen partes del sistema límbico y la ínsula (relacionadas con la gestión emocional), así como redes neuronales implicadas en la percepción de estímulos sociales y el pensamiento introspectivo. En otras palabras, nuestro cerebro cambia, y con ello también nuestra disposición y energía para conectar con otros.
Cuando dejar de ser sociable afecta más de lo que creemos
Esta disminución en la interacción social no es un detalle menor. Diversas investigaciones coinciden en que tener un entorno social activo es un factor protector frente a múltiples riesgos para la salud, desde enfermedades cardiovasculares hasta trastornos del ánimo y deterioro cognitivo.
Mantener relaciones sólidas y frecuentes puede marcar la diferencia en cómo envejecemos. No solo mejora nuestro bienestar emocional, también ayuda a preservar nuestras capacidades mentales a largo plazo. Estudios como los del profesor Arthur C. Brooks, de Harvard, subrayan que una red social rica es tan relevante como la alimentación o el ejercicio en la calidad de vida durante la madurez.
Cómo podemos adaptarnos (y reconectar)
Ante este escenario, la propuesta de los expertos es clara: es necesario naturalizar este proceso y promover herramientas que nos permitan reconectar con los demás de forma consciente y adaptada a nuestra etapa vital.
Programas de estimulación cognitiva y social, iniciativas comunitarias y actividades intergeneracionales pueden jugar un papel fundamental. Pero también hay pequeños pasos individuales que pueden ayudar: retomar viejas amistades, decir si a más invitaciones, apuntarse a un taller, compartir un hobby o simplemente atreverse a iniciar una conversación. También existen aplicaciones pensadas para hacer amigos nuevos y compatibles como la de Timeleft.
Las prioridades se ordenan y cambian
Además, es importante reconocer que nuestras necesidades sociales cambian, y está bien. Tal vez no buscamos la intensidad de los 20, sino relaciones más profundas, honestas y alineadas con nuestros valores actuales. ¿Qué tan si te apuntas a ese curso de cerámica que tanto te apetece? ¿O si empiezas algún tipo de hobby en el que implique conocer a gente con tus mismos intereses?
Sentirse desconectado después de los 30 es más común de lo que parece, pero no es irreversible. Entender que nuestro cerebro también se transforma nos ayuda a ser más compasivos con nosotros mismos. Y saber que la vida social influye directamente en nuestro bienestar es una razón poderosa para seguir cultivando esos lazos, aunque ahora florezcan a otro ritmo.