Durante una semana entera, hay una ciudad que no duerme y el jolgorio se extiende hasta el amanecer. Los farolillos del Real alumbran la Feria de Abril bien entrada la madrugada, y cuando finalmente se apagan, mientras el sol amenaza a los trasnochadores, una se pregunta: ¿Qué dirían aquellos sevillanos de 1850 si vieran que sus descendientes bailan sevillanas a las tres de la madrugada con una copa de rebujito en la mano?
Hubo un tiempo –escrito con pulso en las páginas del diario La Paz– en el que las casetas cerraban a las once en punto, bajo pena de multa y reprimenda del alcalde corregidor. Estos documentos de hace 175 años, rescatados para este artículo, revelan una feria reglamentada hasta el último detalle, donde el orden público primaba sobre la espontaneidad.
El bando de Don Francisco de Castro
El 15 de abril de 1850, Sevilla bullía como hoy, pero con más polvo y menos spotlights. La ciudad, en pleno apogeo ferial, recibía a una marea de forasteros –de Córdoba, Cádiz, incluso Extremadura– que dormían al raso o hacinados en posadas, mientras el Duque de Montpensier paseaba en un potro de raza regalado por algún hacendado. Llegaban para comerciar con ganado, asistir a las corridas de toros y participar en un evento que, incluso entonces, ya ejercía un magnetismo turístico. Era necesario imponer cierto orden.
El Ayuntamiento, dirigido por el meticuloso Don Francisco de Castro y Ozcaria, dictó un bando (conservado en esas amarillentas páginas que ahora este medio rescata) donde se regulaba hasta el ritmo de los carruajes y, sí, la hora de cierre de las casetas: “Las tiendas de bebidas y cafés que se sitúen en el mercado, quedarán cerradas a las once de la noche, según está prevenido por los bandos de buen gobierno”.
Nada de “una copita más”
Nada de “una copita más”. A las once, se acabó el jaleo. Y no era solo cuestión de horarios, pues el mismo bando prohibía “entretenimientos viciosos e inmorales”, bajo la atenta mirada de alguaciles que paseaban en el recinto.
Aquella Feria de 1850 era un hervidero de ganado en el Prado de San Sebastián, con carruajes avanzando en fila india. La venta ambulante estaba prohibida y solo se permitía el comercio en puestos autorizados. Incluso los cortejos fúnebres tenían rutas alternativas para evitar el recinto y no enturbiar el ambiente festivo. Pero también era el escenario de una ciudad que, como hoy, se reinventaba en la fiesta. Ese mismo año, cuando Sevilla estrenaba su cuarta feria anual, concedida por Isabel II en 1847, ya se vislumbraba la chispa que hoy sigue encendiendo el Real.
La Feria de 2025
Hoy, 175 años después, las casetas siguen siendo el corazón del cotarro, aunque ya no haya que esconder la botella si suena el reloj. Pero lo que no ha cambiado es ese pellizco en el estómago cuando suena la primera sevillana, ni ese olor a claveles y manzanilla que se te mete en la memoria. Como decía aquel letrero de antaño: "Aquí se bebe a deshoras, pero se vive a compás".
Esa Sevilla contradictoria que baila entre la tradición y el exceso, entre el “eso no se hace” y el “venga, que son dos días”, sigue escribiendo su historia con tiza de albero y tinta de vino fino.