Desde fuera, parece un centro comercial vanguardista de los años ochenta. Al cruzar la puerta corredera, una marabunta de franceses hace cola para entrar a comer, beber y disfrutar. Son las doce del mediodía de un jueves frío y gris de noviembre, pero la joie de vivre se puede palpar en el ambiente de la entrada del restaurante Les Grands Buffets de Narbona.
En el interior, una legión de camareros uniformados con traje blanco espera en fila. Es una hilera ordenadísima que sólo se rompe a medida que llegan los grupos. El primero de la fila se acerca, saluda con un sonriente 'bonjour’ y guía a los comensales hasta su mesa. ¡Y qué camino! La impresionante fuente de chocolate desbordante, las ollas brillantes de cobre en los escaparates acristalados, los cientos de copas de vidrio esculpido, el mar de ostras, centollos y langostas, el museo del queso, la lujosa madera de roble del suelo y las paredes, los espejos de marcos dorados que llegan hasta el techo y la cubertería de plata hacen que te sientas como en una película de Tim Burton. Es una sensación onírica donde los colores y los olores de los manjares, inabarcables para los sentidos, todo lo impregnan, y embriagan al comensal hasta el punto de provocarle una reacción fisiológica inequívoca: se te hace la boca agua.
Qué comer en Les Grands Buffets
Sentado en las sillas de época de este salón engalanado al más puro estilo del Palacio de Versalles, cuando llega el Champagne Monopole (25 euros), el mismo que se sirvió en el Titanic, es fácil sentirse un hedonista.
El gran problema surge a la hora de elegir la comida. ¿Quesos, marisco, caviar, foie gras? ¿Por dónde empezar? ¿Le fromage, la mer, le canard? Con sus hojas extendidas, el menú tiene el tamaño de un diario antiguo y las opciones son casi infinitas. ¿Qué elegir? ¿Qué descartar? Cesare Pavese lo dejó escrito en sus diarios, titulados El oficio de vivir: "Amor es deseo de conocimiento".
Aperitivo o el primer viaje
Les Grands Buffets figura en el libro Guinness de los récords como el restaurante con más quesos del mundo. Tal vez sea una buena idea empezar probando algunas de sus más de 111 variedades. Pero ni camembert, ni comté, ni reblochon, ni Saint-félicien, ni brie, ni manchego de 12 meses, ni tête de moine. Hemos venido a probar cosas nuevas, así que una meditada selección de 15 quesos desconocidos, en parte consensuada con una de las varias expertas queseras, es el mejor de los aperitivos. Más si cabe, cuando llevas media vida soñando con estar en un templo del queso como este.
La cata deriva en un juego placentero y en cuatro descubrimientos anotados cuidadosamente en la libreta para la posteridad. El tomme de chèvre, langres fermier, appenzeller y el brillat savarin trufado, una de las últimas incorporaciones de la casa, son quesos que hay que probar al menos una vez en la vida.
Los entrantes, segundo y tercer viaje
Frente a clásicos como la cascada de bogavantes, las ostras de Thau y otras delicatessen del mar, la última novedad de Les Grands Buffets es una sección de lo más sibarita dedicada a la trufa. Allí, varios cocineros elaboran recetas heredadas del chef Auguste Escoffier, considerado el precursor del arte culinario.
Los huevos mimosa ecológicos con trufa, hechos al momento y con generosas láminas de trufa negra ralladas por encima, son una delicia. En cambio, la nueva sopa de hojaldre a la trufa y al foie gras es más espectacular que otra cosa, pero con los primeros fríos de la temporada apetece y entra sola. En la valoración de este cronista puede ser que pese, en la conciencia, el maltrato animal que conlleva la producción de foie.
La carne, un cuarto viaje masificado
En el cuarto viaje en busca del manjar olvidado, ya con el apetito saciado, el camino memorizado y prestando mayor atención a los pequeños detalles, te das cuenta de que la gente, aquí, es feliz. Por lo menos, eso dicen sus caras, sonrientes, absortas en el rastreo minucioso de los escaparates repletos de comida. Todo envuelto en ese olor a trufa y a queso, a mantequilla y a mostaza de Dijon, a ahumado y a brasa, a mil salsas y texturas. Ese olor, a mar y a tierra, es lo mejor. Eso, y los rostros de la gente.
Son las dos de la tarde y la cola en La rôtisserie dificulta el paso, pero el espectáculo del Canard au Sang (‘pato a la sangre’), no apto para veganos, respeta el ritual ancestral de los maîtres canardiers y ameniza la espera. Finalmente, el elegido es el solomillo de ternera con salsa Périgueux, pero sin trufa, que los excesos no son buenos. Es una carne exquisita que mejora acompañada de una copa de vino tinto Capitelle (18 euros) de La Clape, una zona montañosa entre Narbona y el mar.
Los postres, quinto y sexto viaje
En el camino entre la buena mesa y las grandes salas del bufé, uno siempre pasa por la zona de los quesos y querría quedarse a vivir aquí, pero es la hora del dulce. Una anciana, ya un poco jorobada, se pasea, ostentosa, con un plato a rebosar de éclairs, macarons y pasteles varios. ¿Cuál elegir? Otros comensales pasean con los platos semivacíos y parecen discretos, pero quizá acumulen veinte viajes en su estómago, en lugar de mis modestos cinco. De una heladería de lujo sale gente mayor con copas enormes llenas de bolas y la fuente de chocolate invita al baño. Sin embargo, en esta ocasión tiro de un clásico como la crêpe Suzette, flambeada justo antes de aterrizar en mi plato. Si la preparación es hipnótica, la ingesta es, cuanto menos, delirante. Fantasía para el paladar.
En el último viaje, mientras selecciono un éclair de chocolate y un macaron para bañar en el café, una mujer se desmaya y termina sentada en el suelo. ¿Será de la emoción o será diabética y ha pecado en exceso? Sin duda, Les Grands Buffets es una experiencia recomendable, pero hay que vivirla con mesura. Porque la tentación está en cada esquina, y resulta demasiado fácil caer en ella.